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miércoles, 21 de abril de 2010

Pánicos nucleares de ayer y de hoy


Mientras Obama se esfuerza por reducir el peligro de un ataque nuclear, la opinión pública está más preocupada por las centrales nucleares que por los misiles.

La firma del nuevo tratado START entre Rusia y EE.UU. para reducir el arsenal nuclear y la reciente cumbre de 47 países en Washington para poner bajo control el material atómico, indican la preocupación de las grandes potencias por lograr un mundo menos expuesto a un ataque nuclear. Sin embargo, la opinión pública se ha mostrado bastante indiferente a estos avances, que décadas atrás hubieran sido acogidos con alivio y entusiasmo. El miedo al desastre nuclear ha remitido mucho desde los tiempos de la Guerra Fría, cuando el movimiento pacifista presentaba el “holocausto nuclear” como una amenaza acuciante.

Lo que ha cambiado no es tanto el nivel de desarme como el clima de las relaciones entre EE.UU. y Rusia. Tras el fin de la Guerra Fría se firmaron acuerdos de desarme nuclear (el START-1 de 1991 y el tratado de Reducción de Potenciales Estratégicos Ofensivos de 2002), con la idea de poner coto a la carrera de armamentos e iniciar un nuevo periodo de confianza. Sin embargo, aunque el ahora firmado START-2 reducirá un 30% el número de cabezas nucleares, los expertos dicen que es más un golpe de efecto propagandístico que una real y significativa reducción de armamento. Las más de 3.000 cabezas nucleares que EE.UU. y Rusia mantienen operativas componen el 90% del total mundial y tienen capacidad de sobra para destruir el planeta.

Lo que parece más desarmado es el movimiento pacifista, que en la década de los 80 conmovía al mundo con sus manifestaciones y ponía en jaque a los gobiernos occidentales. Bien es verdad que, como luego se vio, en no pocos casos era la URSS quien movía los hilos del pacifismo, agobiada por una carrera armamentística imposible de mantener. Pero, en cualquier caso, había también una genuina inquietud por la amenaza nuclear.

Siguen los arsenales

La preocupación está bien reflejada en el libro de Jonathan Schell, El destino de la tierra, que a principios de los años 80 se convirtió en el libro de cabecera del movimiento pacifista (algo así como el libro de Al Gore, Una verdad incómoda, para los agobiados hoy por el cambio climático).

La primera parte del libro presentaba el espectáculo estremecedor de una Tierra devastada –“una república de insectos y hierba”– tras una guerra nuclear. Describía minuciosamente no solo los efectos conocidos de las armas nucleares, sino también otros que solo cabía presumir. Luego criticaba eficazmente las incoherencias de la disuasión nuclear, basada en el equilibrio del terror (la teoría de la Destrucción Mutua Asegurada). Sin embargo, la realidad es que los misiles con cabezas nucleares nunca salieron de sus silos.

Hoy los arsenales nucleares siguen manteniendo su amenaza, pero nadie cree en una guerra nuclear. Obama ha insistido en que “lo que ha aumentado considerablemente es el peligro de un ataque nuclear”, si grupos terroristas logran hacerse con el suficiente uranio enriquecido para armar una bomba. Más que el desarme nuclear, hoy preocupa la seguridad nuclear, poner a buen recaudo el material atómico existente, que no siempre está guardado con suficientes medidas de seguridad.

Obama, por la energía nuclear

En cambio, la opinión pública está hoy más preocupada por el átomo para la paz que por el átomo para la guerra, más inquieta por las centrales nucleares que por los misiles. Aunque el debate sobre los modos de reducir las emisiones de efecto invernadero y la necesidad de aumentar la producción de energía ha dado nuevas alas a la energía nuclear, todavía hay una fuerte resistencia a la construcción de centrales nucleares y un miedo atávico incluso a un almacén de residuos nucleares, como se ha visto en el reciente debate en España. Los movimientos ecologistas todavía mantienen a ultranza el dogma antinuclear, como ayer los pacifistas combatían la instalación de misiles al grito de “antes rojos que muertos”.

Por eso han sentido como una puñalada por la espalda que el pasado febrero Obama anunciara su decisión de apoyar con avales públicos los proyectos de dos nuevos reactores nucleares, los primeros que se construirían en el país desde hace treinta años. A raíz del accidente en la central de Three Mile Island, en 1979, y aunque no tuvo ningún efecto sobre la población, cualquier proyecto de central nuclear se vio como un peligro potencial para la seguridad ciudadana.

Como suele ocurrir en los casos en que entran en juego emociones intensas, la gente tiende a prestar más atención a la magnitud de un posible resultado adverso –como un accidente nuclear– que a la baja probabilidad de que ocurra.

Hoy la opinión pública no se moviliza en ningún país a favor del desarme nuclear y la no proliferación, con lo que la acción de Obama en este campo ofrece pocas rentas de popularidad. En cambio, afrontar la cuestión energética será cada vez más apremiante. Desde el punto de vista de la opinión pública, sería más factible que el consumidor respaldara la energía nuclear si notara su efecto en una reducción de la factura eléctrica, cosa poco probable por el momento. Pero es posible que la opinión cambie, si el pánico al “holocausto climático” se extiende como en el pasado el miedo al “holocausto nuclear”.

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